_Ruth Moran_Dejar que pase el agua, subir al cielo_19_01_24/09_03_24_Dossier
Dejar que pase el agua, subir al cielo da nombre a la muestra que Ruth Morán (Badajoz, 1976) expone en la galería Ángeles Baños y, tanto el título como la obra que la constituye, se nos presenta como un compendio tanto de aquellas inquietudes y actitudes que conforman el cuerpo de trabajo de la artista en los últimos años como de los nuevos parámetros que lo van matizando y enriqueciendo.
En el conjunto de su producción, Ruth Morán se cuestiona cómo podemos entender nuestro lugar en el mundo, tanto el lugar personal de cada uno como el lugar colectivo, porque, paradójicamente, lo que podamos aprehender en su trabajo puede ser válido para uno u otro ámbito. Dicho cuestionamiento, que está en la raíz de su trabajo, parte de la observación, un método que despierta interrogantes también en quienes nos situamos frente a sus obras, refinadas y a la vez contundentes en ese cuestionamiento.
La de Morán es una sensibilidad tranquila que objeta o que nos induce a objetar, y que se plasma en una indagación sobre la luz, la relación espacial y la percepción. En su trabajo apunta hacia todos esos referentes entendidos como sistemas interconectados. Y lo hace con una escala, micro o macro, que le permite acercase / acercarnos lo que se ve y lo que no, o bien, en otras palabras, a lo que está escondido dentro de la obra y lo que se detecta desde fuera de ella.
Esa indagación calmada, tan palpable en su obra, no es óbice para que en sus pinturas, dibujos y cerámicas lleve a cabo un cuestionamiento a través de los sentidos del lugar de lo plástico, más acusada y concretamente de lo pictórico, y de nuestra relación con él. El enfoque de Morán es a la vez una exploración personal de la forma y una reflexión sobre expresiones y geometrías solo en apariencia objetivas.
La complejidad de su producción nos remite a lo visual, pero también a lo espacial y a lo háptico. La obra apela al ojo y a la mano para que uno llegue a donde no llega la otra, y viceversa. Sus trazos son huellas tanto de memorias y de experiencias directas como también, y sobre todo, aberturas a lo desconocido. La obra nos coloca ante algo familiar, extrañamente familiar, algo compartido en la memoria cultural de la humanidad, y, a la vez, ante algo que nos interpela desde oscuridades no holladas.
La presencia de la abertura es central en la producción de Morán, no sólo porque en su trabajo hay múltiples pliegues, hendiduras, agujeros y oquedades, sino también, y sobre todo, porque la abertura señala una continuidad, despliegue o expansión que una fuerza viva emplea para ocupar un espacio y a la vez para abrirlo en varias direcciones o ámbitos. No en vano, el titulo de exposición en la galería Ángeles Baños, Dejar que pase el agua, subir al cielo, hace referencia a elementos fluidos y plásticos como el agua y a acciones que indican movimiento y continuidad tales como pasar y subir.
En el conjunto de su producción Morán ha ido ampliando su sencillo —y también audaz por extremadamente sencillo— lenguaje pictórico, que se nutre de la naturaleza, la música y la poesía, entre otras fuentes, confluyendo en un terreno común que se va desplegando gradualmente. Ese terreno común es el lugar de encuentro de las diferentes referencias, de las pulsiones, de los tiempos, de los procedimientos y de las materias. Todo en plural, apuntando en varias direcciones, en una obra que, por otra parte, se nos presenta de una forma sencilla y coherente.
Más que una forma o un estilo concretos, lo que comparten las obras de Ruth Morán es una apariencia de lento crecimiento (o desarrollo o expansión o despliegue) transmitido por líneas entrecruzadas, repetidas rítmicamente, que recuerdan a eslabones de una cadena, secuencias o progresiones orgánicas o minerales, pliegues de algo vivo, exploraciones espaciales o, incluso, a sintéticos símbolos antiguos.
Aunque verticales u oblicuas en orientación y movimiento, hay una tensión horizontal que tira de las fuerzas que operan en las obras, como abriéndolas. Las estructuras lineales organizan el espacio en geometrías sueltas que alcanzan una nueva expresividad con cada iteración. Las líneas no separan tanto los planos como los unen en un todo que se siente, lo sentimos, completamente a gusto con su coherencia.
Hay ciertos hilos conductores que se insinúan en los títulos de las obras y las series de los últimos años: Expansión (2017), Signo y destello (2018), Lenguaje y expansión (2019), Infinito negro (2021) que nos remiten a esa idea de apertura, crecimiento y despliegue. Y también los hay en algunas de las obras bidimensionales producidas para la exposición Dejar que pase el agua, subir al cielo como son Rosa cielo (2023) y Negro hueco (2024) que remarcan esas ideas de expansión y de apertura con las palabras cielo y hueco presentes en sus títulos.
Son esas ideas plasmadas en actos concretos, en repeticiones lineales sobre el papel o la tela y en gestos sobre el barro, las que nos llevan a apreciar en el trabajo de Morán sus ritmos, como flujo y reflujo, como cuerpos que se expanden y contraen suave y continuamente impulsados por algo parecido a una respiración. Las formas modeladas, las rayas, las líneas o los planos pictóricos, con sus irregularidades y matices, más o menos iguales y repetidos, están marcados por amplias líneas de intersección con las que dialogan cadenciosamente. Son los ritmos irregulares, las intersecciones o la sucesión de movimientos cóncavos o convexos o en diagonal los que hacen que sus composiciones no sean rígidas y remarquen la fluidez y el despliegue de fuerzas y energías que animan cada producción.
Cada uno de sus trabajos presenta una organización (o disposición o configuración o estructura) de sus fuerzas y energías. Las obras, así, no solo son producto (ergon) sino, y sobre todo, también actividad (energeia), y es ahí donde reside su capacidad para producir «eso» que las motiva, su fuerza, su poética.
La obra se despliega, se abre y encadena una parte con otra parte y, de esta manera, se extiende como un continuo que nos lleva a los límites de la experiencia, del percibir y del pensar. En esa semántica serial olvidamos los elementos singulares: forma y contenido, lenguaje y sentido, etcétera; y lo que percibimos es una continuidad que se expande. Hay en su obra, corriendo de manera constante, un movimiento y una fuerza que no son divisibles en unidades. La unidad de la obra es la obra, la unidad del cuerpo de la obra es la obra en su conjunto dotada de «eso» que llamamos fuerza o potencia de organización y expansión.
Lo que motiva el trabajo de Morán no es una estructura aparentemente geométrica, sino una energía de otra naturaleza. Las formas delineadas, incluso las más marcadas por la exactitud, pierden su angulosidad. Los colores (los más centrales en su obra son el blanco, el negro, el terracota, el arena y el dorado) que atraviesan la superficie de la obra o que se extienden repetitiva y rítmicamente por ella generan espacios positivos y negativos que dialogan de forma fluida.
Las estructuras cromáticas, las líneas y los trazos pintados o dibujados y las formas moldeadas se sumergen en corrientes que recuerdan las fuerzas naturales y son producidos por ellas hasta el punto que parecen moverse u ondularse por algo como una brisa, como si el viento fuera quien las trazara o las moldeara u organizara sus ritmos. Es por eso que parece que sus obras se extienden como una vela.
Esta conexión con lo natural no excluye en absoluto otras referencias fenomenológicas o gnoseológicas. Hay un equilibrio de fuerzas contrapuestas y duales que pugnan y se equilibran en todas las obras. En ellas persisten agudas tensiones que las hacen mostrarse contemplativas pero espontáneas, serenas pero estimulantes, abstractas pero también corporales.
Realizadas con medios mixtos, aunque claramente con carácter pictórico, la artista tiende a trabajar sus obras con una paleta de colores restringida, con variaciones del blanco, el negro o el dorado, a la que puede añadir destellos de color. Al trabajar con soportes y medios como la pintura, el dibujo o la cerámica, Moran entrelaza texturas no solo en sus obras individuales, sino también en la suma de todas ellas. En su cuerpo de obra llegamos, así, a apreciar, en su sencillez, una miríada variada y compleja de capas.
Vista en su conjunto, su producción niega lo que parece afirmar en cada una de las piezas individuales. La sencillez de las obras analizadas individualmente, adquiere complejidad y densidad cuando se analiza en su conjunto. Pero incluso con esa complejidad de detalles y profundidad física, las obras no transmiten desorganización, sino precisión y equilibrio. Son mecanismos visuales interconectados, a la vez simples y complejos, delicados y atrevidos, elegantes y desenfrenados.
En las conformaciones visivas que se cruzan, superponen y abren formas dentro de otras formas, como gargantas o conductos, se canaliza un sentido particular de interconectividad. No es solo un movimiento que se extiende hacia el exterior, hacia arriba o hacia abajo, o no sólo, sino que también se mueve hacia el interior. Así, los dibujos y pinturas se convierten en recipientes de los conocimientos y experiencias acumulados tanto personal como socialmente que informan toda su obra.
Esa condición de la obra como receptáculo abierto o canal, que acoge energías a las que también deja fluir, se hace patente en su producción cerámica de los últimos años que presenta acotamientos, oquedades y ritmos o gestos repetidos que acaban por conformar algo matricial. En el caso de la exposición Dejar que pase el agua, subir al cielo, esas ideas de recipiente o conducto están presentes en las dos piezas que dan título a la muestra: tanto en la instalación cerámica titulada Dejar que pase el agua (2023), constituida por una secuencia cromática de elementos tubulares, como en Subir al cielo (2023), instalación compuesta por piezas cerámicas, en este caso singularmente blancas, levantándose del suelo al estar instaladas sobre una mesa.
En ambas está presente la idea de recipiente u oquedad por los que algo pasa y se despliega con fluidez, una energía que da forma a la obra y nos lleva por toda su extensión e, incluso, más allá de ella. En su obra hay centro y no hay centro. Cada esquina del lienzo o del papel se convierte en centro. Tanto en la obra bidimensional como en la cerámica, el ojo del espectador es atraído hacia el centro, según la especial concentración de imágenes, colores y ritmos, pero también es desplazado de él.
En este movimiento por la superficie de la obra no son ajenos en absoluto la generación, el crecimiento y el despliegue característicos en la producción de Ruth Morán. La obra está tanto en sus límites como en su ilimitación. Es así cómo el ojo, la mano o todo el cuerpo exploran la superficie de la pintura, el dibujo o la cerámica buscando en todos ellos su lugar. Y la obra, con abierta generosidad, da a cada sentido que la percibe y a cada persona que la experimenta, por transitorio o movedizo o ilimitado que sea, el suyo.
La cuestión medular de la pintura de Ruth Morán (aunque utilice otros medios, el cuerpo de su obra es esencialmente pictórico) se centra en aprehender fenómenos o estados o lugares que están en permanente transformación. Y la cuestión esencial en su producción creativa es hacerlo sin detenerlos, sin privarlos de su esencia. A través de su trabajo la artista se acerca a «eso» sin ahogarlo, tocándolo por un breve momento en su obra, justo antes de que vuele. Es así cómo lo finito, la obra, capta la experiencia de lo infinito.
Manuel Olveira, enero 2024
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